La importancia de la empatía con los hijos

Criar y educar no es tarea fácil y cada etapa de la vida de nuestros hijos, desde que están en nuestro vientre, supone nuevas dudas y experiencias.

A lo largo de 5 años de maternidad he aprendido mucho junto a mis hijos, y sigo aprendiendo día a día junto a ellos a la vez que ellos van descubriendo y viviendo nuevas experiencias.

Creo que una de las cosas más útiles que he aprendido con y de mis hijos es la importancia de sentir empatía hacia ellos. Ser capaz de ponerme en su lugar y entender sus sentimientos, emociones y comportamientos. Eso me hace alejarme del clásico pensamiento de que los niños son muy listos y manipuladores, rebuscar un poco más, intentar comprenderlos y así lograr solucionar los conflictos de una manera más tranquila y pacífica.

No siempre es fácil. No soy una madre dulce, o no todo lo que está en mi ideal, soy bastante gritona, poco paciente para determinadas cosas y enfadona, no puedo evitarlo. Pero tampoco puedo evitar sentirme fatal cuando grito o riño a mis hijos, no me gusta regañarle y no me gusta lo mal que me siento tras hacerlo, porque por mucha razón que crea tener en caliente, en frío me doy cuenta de que soy adulta y tengo más capaz de control y raciocinio que ellos. 

Por eso intento ponerme en su lugar cuando no se están comportando como espero que deban hacerlo, hacen alguna trastada, tienen alguna pataleta o se produce alguna situación cuya primera reacción por mi parte sea el enfado y el castigo.

Pienso en cuando yo era niña y hacía cosas similares. Yo también derramaba la leche, me cortaba el pelo a tijeretazos, subía ratones muertos a casa, cogía objetos personales de mi madre para jugar… y mil cosas más que si sigo dan para todo un libro. Era niña y hacía trastadas, no siempre me portaba bien o como mi madre y los adultos esperaban. Pero no era una niña mala. No recuerdo maldad en mis actos sino curiosidad, interés, ganas de jugar, de llamar la atención, aburrimiento, miles de sentimientos y actitudes y ninguno negativo, porque no era más que una niña.

La verdad es que cuesta hacer esa retrospección y rebuscar en nuestra infancia. Cuando eres niño vas creciendo y quemando etapas sin meditar lo que has dejado atrás, sin plantearte la vida pasada y futura, porque eres un niño y no te corresponde esa responsabilidad. Simplemente vives la vida conforme va pasando. Y pasando la vida sigues quemando etapas, el enfrentarte a nuevas experiencias cada día no te deja tiempo para analizar lo que te ha ido llevando hasta ahí.  No se si hay una edad definitiva en la que por fin empiezas a mirar atrás, hacer acopio de experiencias y analizar qué es lo que te ha llevado hasta la vida de hoy, pero antes o después llega.

Recordar mi infancia me ayuda a entender a mis hijos, y eso me ayuda a responder ante ellos de otra manera, a no acudir al grito, regañina o castigo directo. Porque recuerdo perfectamente cuando mi madre me regañaba y castigaba, recuerdo la impotencia no dejar explicarme y de sentirme incomprendida.

Como adultos entendemos perfectamente -unos más que otros- las normas sociales, cívicas y de conveniencia. 
Sabemos que si algo nos aburre es de mala educación mostrar signos de ello -bostezos, desinterés, postura relajada- pero en nuestro fuero interno a más de uno nos gustaría patalear, decir “me aburrooooooooooo” o salir por patas directamente. 
Entendemos que en una conversación entre varias personas hay que dejar hablar y no interrumpir -pese a que no nos interés lo que esté diciendo, nuestra aportación nos parezca más importante o tengamos prisa en dar nuestra opición -de nuevo, unos lo entienden mejor que otros y hasta los adultos se pisan e interrumpen hasta el infinito- pero más de una vez diríamos con regusto “habla cucurucho que no te escuchooooo” mientras nos tapamos los oídos y ponemos los ojos en blanco.
Decidimos en mayor o menor medida, pero decidimos dónde ir, dónde estar, dónde participar, por inicativa o por acompañar a otra persona, con gusto a regañadientes, pero por mucho que nos sintamos obligados vamos porque queremos, ya que como adulto tenemos los recursos necesarios para no hacerlo, decir “no me da la gana” y quedarnos tan pancho.

Pero luego no entendemos que un niño incordie en una reunión de adultos. No toleramos que interrumpa una trascendental conversación acerca de cualquier tema que seguro que no nos va la vida en ello. Los obligamos a ir a los lugares que nosotros decidimos y, les guste o no les guste, tienen que ir y deben saber comportarse.

Yo recuerdo perfectamente cuando íbamos a ver a los típicos familiares ya mayores cuyos hijos/nietos obviamente no vivían en su casa, recuerdo esas sobremesas de los adultos jugando a las cartas mientras se tomaban el café o la copita de aguardiente y yo me aburría como una mona. Si además me quejaba recibía una reprimenda o me decían “filliña, qué repugnantiña eres”. Recuerdo cuando yo sentía que tenía algo muy urgente que contarle a mi madre y no me hacía caso porque estaba ocupada o estaba en plena conversación en la que no podía parar para escucharme pero sí para decirme “cállate que estamos hablando los mayores”.

Como recuerdo esta y mil situaciones de mi infancia, cuando mis hijos se ponen “repugnantiños” como decía mi madre, lo que al lenguaje coloquial actual puede traducirse como petardos, intento controlar mi vena de madre dictadora y pensar por qué pueden estar comportándose así. Entender que probablemente estén aburridos como monos y tienen motivo para estarlo, entender que quizás solo necesiten 20 segundos de mi tiempo para decirme algo que para ellos es vital, entender que quizás están en un sitio por obligación y ellos no entienden de eso, todavía. Así que antes de reaccionar instintivamente me paro a pensar un poco, porque quizás una reprimenda por mi parte no solo no sea solución sino además empeore la situación.

Obviamente como niños que son hay veces que la lían por liar, veces en las que tengo motivos para enfadarme y razones para regañarles (y hablo en plural porque la Princesa va apuntando maneras), es inevitable pasar por esas situaciones. 

Pero así, parándome a pensar un poquito y poniéndome en su lugar, controlo mis reacciones, pondero mis alternativas, mi respuesta es más racional y no solo me siento mejor yo, que puede sonar muy egoísta, sino que salimos beneficiados todos. Porque a gritar, regañar y castigar se acostumbra una muy pronto, lo puntual se convierte en habitual y una se torna de madre a ogra.

En ese camino ando. Que no digo que sea fácil, mi trabajo me cuesta controlar mi temperamento cuando me arman una en el peor de los momentos, pero me alienta contrastar resultados de ambas actuaciones y saber que una gana en salud mental si se toma las cosas de otra manera. Y seguro que mis hijos me lo agradecerán.

6 thoughts on “La importancia de la empatía con los hijos

  1. Yaiza

    Muy de acuerdo Alejandra , se gana mucho en salud porke nosotros kedamos fatal después de un cabreo grande, pero ellos?.Peeeeroooo es tan difícil a veces ! Depende de lo cansados que estemos aguantamos más o muy poco. En ello estamos como tu . Besiñoss

    Responder

    1. Alejandra La aventura de mi embarazo

      Nadie dice que sea fácil, y de hehco ¡No lo es!Pero creo que el resultado bien vale la pena, además de que entender a nuestros peques nos ahorra muchos sofocones. Lo dicho, ahí estamos, ¡ojalá lo consigamos! Un besote a esa familia tan bonitiña 😉

      Responder

  2. London

    Muchas veces yo lo pienso antes de gritar y castigar, me recuerdo a mi misma que son solo niños aunque casi siempre es tarde cuando veo sus caritas de pena o de disgusto después de reñirles o de no dejarles hacer algo.

    Yo grito, me enfado y castigo, no me gusta ser así pero el día a día, los vengas correr que no llegamos, los problemas de trabajo, económicos o incluso de pareja al final hacen mella.

    Y si son solo niños y merecen que bajemos de nuestro mundo y que empaticemos con ellos un poquito mas.

    Responder

    1. Alejandra La aventura de mi embarazo

      Yo reconozco que a veces es difícil porque la lían en el peor de los momentos donde pensar es lo último que puedes hacer. Pero como bien dices merece la pena que nos pongamos a la altura de sus ojos y pensemos un poquito como ellos. Un besote.

      Responder

  3. Mo

    Estoy absolutamente de acuerdo contigo, esa es una de las grandes lecciones de la maternidad para mí también, y me ha hecho enfocar muchas situaciones de una forma distinta a las que consideraba antes de ser madre. También pierdo la paciencia y pego algún berrido, pero trato de que no sea la norma. 😉
    Besotes!

    Responder

    1. Alejandra La aventura de mi embarazo

      Lo bueno es que empatizar con nuestros hijos nos ayuda también empatizar con otras personas, es un acto muy positivo. Hay está, que el castigo no sea la norma, es un bucle del que no se sale con facilidad. Un besote.

      Responder

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

tres × 5 =

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.